Escena II Un polvo fino de antimonio
Un polvo fino de antimonio determina el rasgo mayor de su rostro, traza una línea curva sobre el borde superior de los párpados para unirlos en el entrecejo. Detrás del gesto al que obliga la curva del etanol, hay una disolución volátil; es decir, un espíritu.
Bajando por el puente ligero y quebradizo de la nariz viene un trazo oscuro, como de carbón vegetal. De la comisura derecha de la boca surge la muestra del trance: restos de saliva amarilla, espesa, dura. Su cuerpo se estremece todo, se estrangula, sería mejor decir, porque parece perder el aire que lo nutre y repite espamos sucesivos, como si se tratase de un pez fuera del agua.
Al fondo de la escena vibran los tambores, se esparce el humo de tabaco y las lenguaradas extrañas e inconexas. Es un lenguaje que entienden entre ellos, sin embargo. Entre los posesos de la corte malandra, en la montaña de Sorte, por Yaracuy.
El cuerpo sigue la guía de la circunferencia trazada en el piso con polvo de cal. Aquí todo es polvo fino, palabrones extraños y alcohol. A su alrededor tres paleros cumplen funciones exorcizantes. Uno engulle bocados de un licor amarillento que hemos de suponer ron y lanza escupitajos sobre la humanidad del poseso. Otro lanza dagas al filo de la circunferencia, siguiendo el desplazamiento del cuerpo, que poco a poco se va haciendo calmo. El tercero, simplemente observa y medita.
El polvo fino de antimonio se ha diluido y escurre por las mejillas. El hombre ya no habla, no dice nada y respira ahora con pausa. Los paleros dan vueltas, se miran entre ellos y se hacen señales claves, códigos telúricos -supongo- que comunican revelaciones.
Los tambores bajan el volumen. La montaña comienza a oscurecer y a enfriarse. La noche promete ser larga y terrible, llena de espanto tal vez y de muchos otros posesos. Nosotros nos retiramos del lugar, con la promesa de "una contra" que nunca se hará efectiva, porque no somos malandros ni tenemos opositores a quien temer.
A escasos metros de allí, del portal de la corte malandra, observo una ceremonia matrimonial y al lado la danza sensual de un joven a quien se le ha incorporado una diosa indígena. Me sorprende la gracia del baile. Se me queda la imagen en la memoria, es todo disoluto, abrumante y frágil. Un espectáculo digno de cortes mayores, antiquísimas, primigenias. Y nosotros somos solo unos farsantes en mitad de aquel delirio. Al paso siento como me observa, entonces, de un tarantín cercano, robo un pequeño frasco con polvo fino de antimonio.
Bajando por el puente ligero y quebradizo de la nariz viene un trazo oscuro, como de carbón vegetal. De la comisura derecha de la boca surge la muestra del trance: restos de saliva amarilla, espesa, dura. Su cuerpo se estremece todo, se estrangula, sería mejor decir, porque parece perder el aire que lo nutre y repite espamos sucesivos, como si se tratase de un pez fuera del agua.
Al fondo de la escena vibran los tambores, se esparce el humo de tabaco y las lenguaradas extrañas e inconexas. Es un lenguaje que entienden entre ellos, sin embargo. Entre los posesos de la corte malandra, en la montaña de Sorte, por Yaracuy.
El cuerpo sigue la guía de la circunferencia trazada en el piso con polvo de cal. Aquí todo es polvo fino, palabrones extraños y alcohol. A su alrededor tres paleros cumplen funciones exorcizantes. Uno engulle bocados de un licor amarillento que hemos de suponer ron y lanza escupitajos sobre la humanidad del poseso. Otro lanza dagas al filo de la circunferencia, siguiendo el desplazamiento del cuerpo, que poco a poco se va haciendo calmo. El tercero, simplemente observa y medita.
El polvo fino de antimonio se ha diluido y escurre por las mejillas. El hombre ya no habla, no dice nada y respira ahora con pausa. Los paleros dan vueltas, se miran entre ellos y se hacen señales claves, códigos telúricos -supongo- que comunican revelaciones.
Los tambores bajan el volumen. La montaña comienza a oscurecer y a enfriarse. La noche promete ser larga y terrible, llena de espanto tal vez y de muchos otros posesos. Nosotros nos retiramos del lugar, con la promesa de "una contra" que nunca se hará efectiva, porque no somos malandros ni tenemos opositores a quien temer.
A escasos metros de allí, del portal de la corte malandra, observo una ceremonia matrimonial y al lado la danza sensual de un joven a quien se le ha incorporado una diosa indígena. Me sorprende la gracia del baile. Se me queda la imagen en la memoria, es todo disoluto, abrumante y frágil. Un espectáculo digno de cortes mayores, antiquísimas, primigenias. Y nosotros somos solo unos farsantes en mitad de aquel delirio. Al paso siento como me observa, entonces, de un tarantín cercano, robo un pequeño frasco con polvo fino de antimonio.
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