Autoretrato en el cuarto de hotel
Allí, donde se supone que debe reinar la transición, el movimiento, el sucederse de cuerpos y palabras, la dinámica de las intenciones y la fiereza de los hechos, no puede haber demora, ni puertas entreabiertas, ni mucho menos prolongados silencios.
En un cuarto de hotel es imperioso el descanso ligero y el placer momentáneo. Al fin y al cabo, todo hotel es recreación del oasis, o de esa pequeña porción que nos corresponde en el paraíso perdido.
Un cuarto de hotel puede ser una estación de trenes donde nunca para el frío, o una postal romántica colgada en medio de nuestra casa. El equipaje que, como antiguos e insistentes demiurgos, extraemos de nuestras maletas, es algo más que el vestigio de la vida doméstica que hemos dejado atrás, sólo por momentos, a la espera de nuestro feliz retorno.
Allí, en el cuarto de hotel, el transitar de las horas sobre las sábanas blancas, el sigiloso y cómplice paso de la noche entre los balaustres, se confunde con el conteo de las épocas y de los cuerpos que han dado forma a su historia. Prisas, risas y asusencias. Gritos, gemidos y llantos. Sorpresas, silencios y sombras. Todo pasa y se confunde entre los espacios, mientras resoplan las horas en los pasillos para invitar al acontecimiento.
He estado así, ya muchas veces, en un cuarto de hotel; embriagado por el susurro de sus promesas y la mezcla de olores ajenos, algo distantes en el tiempo y extremadamente cercanos en la memoria, en esa memoria que es colectiva a todo habitante de hotel, llena de historias que aún no se cuentan, que están por hacerse, que se resguardan en los armarios como esperando una palabra para acontecer, en la distancia próxima de los espejos –cada espejo de hotel nos reproduce como parte de su mobiliario, quién no lo ha notado?
Sin que lo percibamos todo hotel nos retrata a través de sus espejos; puede ser en color o en blanco y negro, da igual para el revelado de nuestros secretos, que se quedan en la posterior ausencia de nuestro cuerpo sobre las sábanas estrujadas, fluctuando en el silencio de nuestras palabras dichas a través de las puertas entreabiertas –a la camarera, a la amante, a nosotros mismos.
Esa fotografía se anexa a la despedida, al inicio de las ausencias repetidas, al génesis de la primera soledad, porque todo hotel es refugio momentáneo y absoluta negación de la eternidad que nos ofrece la sala de nuestra casa, el cuarto de nuestra casa, la cama de nuestra casa, el cuerpo de nuestra esposa, su silencio húmedo y tierno después de hacer el amor, su expresiva y ligera sonrisa en el sueño compartido.
El principio de toda soledad es ese cuarto vacío que dejamos al salir del hotel, y aquella fotografía nuestra, grabada en el espejo de la habitación, a fuerza de promesas, llantos y susurros.
Etiquetas: autoretrato, fotografía, hotel
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