Escena X Palabras
Las palabras son redes extrañas, ajenas, distintas en su espesura a algunos espacios de ilusión y flaca perfidia. La palabra amor, por ejemplo, no puede desprenderse de ese aire de bolero que la signa cuando se pronuncia entre sombras y volutas en los bares de esquina. Las palabras se adaptan a los espacios donde resuenan, construyen laberintos e imponen la risa, el silencio y la ira. Las palabras no conjugan sortilegios, ni conjuran espantos. Ellas están ahí, con la simpleza y el riesgo de un petardo que estalla el 24 de diciembre. Es por eso -quizás- que he visto a tantos Minotauros prendidos del tiempo, a la deriva y estáticos, como esperando una palabra para acontecer en la distancia.
Él es uno de ellos y calla, pese a todo el vocabulario que tiene por decir, y va tras la nostalgia del último sueño.
Ya no es más un hombre en la entrega, sino un sujeto extraño en desvarío. Su corazón retumba como un coro en el tiempo de los bemoles y trasunta ansia y temor.
Las palabras que pronuncia transitan el silencio, parecen inocuas, pero calan, retumban en los oidos, las calles, las esquinas, los filosofos baratos, las baratas meretrizes y el ajenjo.
Las palabras lo sofocan, mucho más que el corazón acelerado y triste, y que el deseo de gritar para mandarlo todo al infierno.
Él ya no es una probable historia griega, ni un navegante fortuito de los vientres impúberes. No es el astuto Odiseo, ni la infame Helena. No es sino una palabra más en el silencio. Una red lo amortaja, un amplio vocabulario de improperios y una triste vocación de poeta. Él y las palabras. La muerte y el Minotauro. Detrás, el espantapájaros.
Él es uno de ellos y calla, pese a todo el vocabulario que tiene por decir, y va tras la nostalgia del último sueño.
Ya no es más un hombre en la entrega, sino un sujeto extraño en desvarío. Su corazón retumba como un coro en el tiempo de los bemoles y trasunta ansia y temor.
Las palabras que pronuncia transitan el silencio, parecen inocuas, pero calan, retumban en los oidos, las calles, las esquinas, los filosofos baratos, las baratas meretrizes y el ajenjo.
Las palabras lo sofocan, mucho más que el corazón acelerado y triste, y que el deseo de gritar para mandarlo todo al infierno.
Él ya no es una probable historia griega, ni un navegante fortuito de los vientres impúberes. No es el astuto Odiseo, ni la infame Helena. No es sino una palabra más en el silencio. Una red lo amortaja, un amplio vocabulario de improperios y una triste vocación de poeta. Él y las palabras. La muerte y el Minotauro. Detrás, el espantapájaros.