Escena XII Quien se niega a morir
Detrás de la ventana transita un domigo triste y caluroso, un día de verano ausente. Palabras más, palabras menos, hemos comenzado los discursos de la discordia. Detrás, del otro lado donde me encuentro, un leve rumor de vehículos y uno que otro canto de pájaro, indican que la vida sigue y además es breve. Estamos en Brasilia e inicia el mes de septiembre. Un aire fresco contrarresta el golpe de sol y la sequedad del ambiente. Yo retomo las armas, vago un poco, termino de leer a Tabucchi y de degustar una limonada, así alternativamente. Entonces enfilo hacia la máquina, reviso algunas notas, rememoro espacios perdidos y me digo, en voz baja, para que nadie escuche, sino yo, que he de volver por mis fueros, colocarme una ropa ligera, abrir la puerta y lanzarme tras ese rumor macilento que llega de afuera. Quizás pueda aprehender alguno de los vehículos que pasan y dejan su estela de ruido leve, su discreto aroma a etanol, y la nostalgia por los tiempos a caballo. No hace mal transitar una calle soleada a las cuatro de la tarde, sobre todo si se tiene consciencia de la vaguedad del tránsito, de lo inocuo de las horas, del fantasma que es la prisa. No hace mal salir un poco a retar al domingo triste y caluroso y librarse, victorioso, de la televisión. Ahora debemos procurar los espantapájaros, el ruido de los animales nos guiará hasta ellos. Lo demás es el silencio amenazante de la larga espera y todo el resto dispuesto a estallar.
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