Escena VII Héroes de pipoca (Pipoca heróis)
En Brasil cotufa se dice pipoca, y como la pipoca y el cine se llevan bien, en las salas Severino Ribeiro es permitido entrar con pipoca, y con refrescos, chocolates, perros calientes (que en Brasil se dice cachorro quente) y cuanta baratija comestible pueda usted adquirir en los cafetines de las salas Severino Ribeiro. En Brasil, o por lo menos en Brasilia, que es donde vivo, nadie lanza pipoca sobre la cabeza del espectador sentado en frente; quizás por educación, quizás por temor, o quizás porque no han descubierto el poder devastador de una pipoca embadurnada en mantequilla y sal sobre un cabello liso, ondulado y perfectamente negro, al que recién se le acaba de aplicar Koleston de Wella.
En Brasil, o en Brasilia, o en las salas de cine Severino Ribeiro, para ser más exacto, nadie sabe lo que es un pipocazo a las once de la noche, en medio de la oscuridad sonora y relampagueante de la nueva versión del Exorcista, o de El Aro. Un pipocazo justo cuando suena el timbre del teléfono y la protagonista da un grito de miedo, estentóreo y triste al mismo tiempo, tremebundo y ralo en la interpretación del triler, un grito que hace sobresaltar del asiento a más de una joven devoradora de pipoca, mantequilla, sal, uñas y celuloide.
Estas jóvenes saltan del susto y riegan a los vecinos con la pipoca enmantequillada que les ha comprado el pretendiente por cuatro dólares cincuenta (pretendiente, porque esposo no compra pipoca, si es que aún va al cine con la esposa, y menos por esa cantidad estafatoria). Pero todo bien, nadie reclama el baño pipocozo, porque todos están atrapados y sin salida por la historia de miedo, de terror, de pánico, que en los cines Severino Ribeiro se da bien con las jóvenes que comen pipoca, y que aguardan ansiosas la aparición del héroe, alto, noble, robusto, algo cínico, en verdad, pero con un cinismo hermoso porque está acompañado siempre con una ladeada y reluciente sonrisa, sonrisa Pepsodent, sonrisa de hombre que no fuma, ni bebe, ni come, lo que el resto de los mortales beben, comen y fuman, y que no come pipoca porque nunca tiene tiempo de ir al cine, pues está muy ocupado siempre en eso de andar salvando damiselas de las garras del mal, que hasta en los cines Severino Ribeiro maldice en español.
En Brasil, o en Brasilia, o en las salas de cine Severino Ribeiro, para ser más exacto, nadie sabe lo que es un pipocazo a las once de la noche, en medio de la oscuridad sonora y relampagueante de la nueva versión del Exorcista, o de El Aro. Un pipocazo justo cuando suena el timbre del teléfono y la protagonista da un grito de miedo, estentóreo y triste al mismo tiempo, tremebundo y ralo en la interpretación del triler, un grito que hace sobresaltar del asiento a más de una joven devoradora de pipoca, mantequilla, sal, uñas y celuloide.
Estas jóvenes saltan del susto y riegan a los vecinos con la pipoca enmantequillada que les ha comprado el pretendiente por cuatro dólares cincuenta (pretendiente, porque esposo no compra pipoca, si es que aún va al cine con la esposa, y menos por esa cantidad estafatoria). Pero todo bien, nadie reclama el baño pipocozo, porque todos están atrapados y sin salida por la historia de miedo, de terror, de pánico, que en los cines Severino Ribeiro se da bien con las jóvenes que comen pipoca, y que aguardan ansiosas la aparición del héroe, alto, noble, robusto, algo cínico, en verdad, pero con un cinismo hermoso porque está acompañado siempre con una ladeada y reluciente sonrisa, sonrisa Pepsodent, sonrisa de hombre que no fuma, ni bebe, ni come, lo que el resto de los mortales beben, comen y fuman, y que no come pipoca porque nunca tiene tiempo de ir al cine, pues está muy ocupado siempre en eso de andar salvando damiselas de las garras del mal, que hasta en los cines Severino Ribeiro maldice en español.